El rincón al que ningun cuerdo entraría, y que vos estás visitando.

lunes, 31 de marzo de 2008

La sangre de los muertos, si que es argentina.



El 2 de abril de 1982, cinco mil efectivos al mando del general Benjamín Menéndez desembarcaban en las Islas Malvinas, dando comienzo a una operación militar suicida, condenada al fracaso desde sus comienzos. No era este el intento patriótico de un país por devolver la soberanía argentina a unas islas lejanas y olvidadas, sino el último intento desesperado de un gobierno de facto por mantenerse en el poder. Un poder tomado por la fuerza las armas y sostenido por ellas.
El mundo no apoyo a nuestro país tercermundista como algún militar habrá previsto ingenuamente. Las historias de exiliados, torturados y desaparecidos sobrevolaban países en los que, a diferencia del nuestro, no eran censuradas. Fuimos catalogados como país agresor, las organizaciones internacionales nos dieron la espalda, los intereses económicos prevalecieron, y hasta países "hermanos" brindaron su apoyo económico y logístico a la potencia extranjera, históricamente prepotente e imperialista.
649 soldados argentinos perdían la vida en un conflicto absurdo, sumándose así a la infinita lista de víctimas de la dictadura genocida. Y también 255 británicos, que eran tan culpables de la mediocridad de su gobierno, como los argentinos de la ilegalidad del nuestro.
Y no olvidemos a los sobrevivientes, porque no es solo héroe quien murió como suelen enseñarnos. Cientos de argentinos volvían a un país que les daba la espalda, como mal recuerdo de la dictadura militar. Y así, olvidados, debieron soportar los tormentos que invariablemente les esperaban: las heridas físicas que con suerte sanarían, y las psicológicas, que nunca desaparecen. Todavía hoy gritan por una contención que nadie supo darles, y luchan por los beneficios que cualquier ex-combatiente merece, como triste consuelo. Pero no todo ha cambiado mucho, y otros gobiernos, esta vez democráticos, vuelven a fallarles.
Hoy, como forma de protesta, solo nos queda la memoria. Una memoria que nos enseñe que el patriotismo no consiste en odiar a un país, que la justicia jamás vendrá de la mano de un gobierno ilegal y que la soberanía no vale la vida de cientos de seres humanos. Una memoria que, de una vez por todas nos permita decir con sinceridad: nunca más.




Yotuel...

jueves, 20 de marzo de 2008

Carta abierta a mi nieto o nieta.



Dentro de seis mese cumplirás 19 años. Habrás nacido algún día de octubre de 1976 en un campo de concentración. Poco antes o poco después de tu nacimiento, el mismo mes y año, asesinaron a tu padre de un tiro en la nuca disparado a menos de medio metro de distancia. El estaba inerme y lo asesinó un comando militar, tal vez el mismo que lo secuestró con tu madre el 24 de agosto en Buenos Aires y los llevó al campo de concentración Automotores Orletti que funcionaba en pleno Floresta y los militares habían bautizado "el Jardín". Tu padre se llamaba Marcelo. Tu madre, Claudia. Los dos tenían 20 años y vos, siete meses en el vientre materno cuando eso ocurrió. A ella la trasladaron -y a vos con ella- cuando estuvo a punto de parir. Debe haber dado a luz solita, bajo la mirada de algún médico cómplice de la dictadura militar. Te sacaron entonces de su lado y fuiste a parar -así era casi siempre- a manos de una pareja estéril de marido militar o policía, o juez, o periodista amigo de policía o militar. Había entonces una lista de espera siniestra para cada campo de concentración: Los anotados esperaban quedarse con el hijo robado a las prisioneras que parían y, con alguna excepción, eran asesinadas inmediatamente después. Han pasado 12 años desde que los militares dejaron el gobierno y nada se sabe de tu madre. En cambio, en un tambor de grasa de 200 litros que los militares rellenaron con cemento y arena y arrojaron al Río San Fernando, se encontraron los restos de tu padre 13 años después. Está enterrado en La Tablada. Al menos hay con él esa certeza.
Me resulta muy extraño hablarte de mis hijos como tus padres que no fueron. No sé si sos varón o mujer. Sé que naciste. Me lo aseguró el padre Fiorello Cavalli, de la Secretaría de Estado del Vaticano, en febrero de 1978. Desde entonces me pregunto cuál ha sido tu destino. Me asaltan ideas contrarias. Por un lado, siempre me repugna la posibilidad de que llamaras "papá" a un militar o policía ladrón de vos, o a un amigo de los asesinos de tus padres. Por otro lado, siempre quise que, cualquiera hubiese sido el hogar al fuiste a parar, te criaran y educaran bien y te quisieran mucho. Sin embargo, nunca dejé de pensar que, aún así, algún agujero o falla tenía que haber en el amor que te tuvieran, no tanto porque tus padres de hoy no son los biológicos -como se dice-, sino por el hecho de que alguna conciencia tendrán ellos de tu historia y de como se apoderaron de tu historia y la falsificaron. Imagino que te han mentido mucho.
También pensé todos estos años en que hacer si te encontraba: si arrancarte del hogar que tenías o hablar con tus padres adoptivos para establecer un acuerdo que me permitiera verte y acompañarte, siempre sobre la base de que supieras vos quién eras y de dónde venías. El dilema se reiteraba cada vez -y fueron varias- que asomaba la posibilidad de que las Abuelas de Plaza de Mayo te hubieran encontrado. Se reiteraba de manera diferente, según tu edad en cada momento. Me preocupaba que fueras demasiado chico o chica -por ser suficientemente chico o chica- para entender lo que había pasado. Para entender lo que había pasado. Para entender por qué no eran tus padres los que creías tus padres y a lo mejor querías como a padres. Me preocupaba que padecieras así una doble herida, una suerte de hachazo en el tejido de tu subjetividad en formación. Pero ahora sos grande. Podés enterarte de quién sos y decidir después qué hacer con lo que fuiste. Ahí están las Abuelas y su banco de datos sanguíneos que permiten determinar con precisión científica el origen de hijos de desaparecidos. Tu origen.
Ahora tenés casi la edad de tus padres cuando los mataron y pronto serás mayor que ellos. Ellos se quedaron en los 20 años para siempre. Soñaban mucho con vos y con un mundo más habitable para vos. Me gustaría hablarte de ellos y que me hables de vos. Para reconocer en vos a mi hijo y para que reconozcas en mí lo que de tu padre tengo: los dos somos huérfanos de él. Para reparar de algún modo ese corte brutal o silencio que en la carne de la familia perpetró la dictadura militar. Para darte tu historia, no para apartarte de lo que no te quieras apartar. Ya sos grande, dije.
Los sueños de Marcelo y Claudia no se han cumplido todavía. Menos vos, que naciste y estás quién sabe dónde ni con quién. Tal vez tengas los ojos verdegrises de mi hijo o los ojos color castaño de su mujer, que poseían un brillo especial y tierno y pícaro. Quién sabe como serás si sos varón. Quién sabe cómo serás si sos mujer. A lo mejor podés salir de ese misterio para entrar en otro: el del encuentro con un abuelo que te espera.



Juan Gelman, 12 de abril de 1995.

lunes, 10 de marzo de 2008

Jade


Empieza a cansar esto del blog. Pero bueno, ahí va un cuento:


La más bella e impoluta de las deidades, suspiraba abrumada por la impasible monotonía de su existencia. La eternidad la asfixiaba, la aprisionaba en una penumbra inamovible e infinita.
Entonces, decidió crear el tiempo. Deseaba sentir su eterno y sutil avance, acariciando cada fibra de su ser. Esperaba que disipase la desesperante quietud de su inmortalidad.
Pero el tiempo no es tiempo, sin la existencia de algo que haga notar su paso.
Entonces la diosa de piel nívea creo el universo.
Pero nada alteraba la monotonía.
Planetas, estrellas y galaxias nacían y morían bajo su influjo. Inalterables se sucedían los ciclos del universo: nacimiento, esplendor, agonía y muerte. Nada escapaba a ellos.

Esperanzada, la deidad creo vida, el más maravilloso de sus dones. Y no solo la creó, sino que otorgo a sus creaciones la capacidad de reproducirla. El precio impuesto fue su mortalidad. Animales, árboles y plantas, todos, inevitablemente, sucumbían a los designios de la muerte.
Por un tiempo pudo calmar sus ansias y acallar su espíritu. Al fin sentía el tiempo deslizarse, suave e inexorablemente, arrastrando consigo la efímera mortalidad de sus criaturas.
Sin embargo, sus creaciones, instintivas y primordiales, resultaron angustiosamente predecibles. Pronto, muy pronto, dejaron de deslumbrarla y se volvieron cíclicas y tediosas.
Ella necesitaba un ser único, tan impredecible como imperfecto. Fue así que de barro y arena, moldeo maternalmente al preferido de sus seres, el hombre. Su propio y grotesco reloj de arena, que le haría sentir para siempre el influjo perpetuo de las arenas del tiempo.

Los hombres muy pronto se diferenciaron de las demás criaturas. Concientes de sus propias limitaciones, y de sus virtudes únicas no tardaron en convertirse en los soberanos de su destino. Moldearon su entorno, manipularon a sus hermanos y doblegaron la vida.
La diosa, satisfecha, sonreía al contemplar a sus belicosas creaciones.
Eran su juguete favorito y sus miserias nada significaban para ella. Sus ingenuos afanes de inmortalidad la divertían particularmente.
Eterna y omnipotente, la deidad los observaba.

Pero un día, los humanos sucumbieron a la monotonía. Nacimiento, esplendor, agonía y muerte, los ciclos se repetían de nuevo inexorables. Su tediosa existencia resultaba exasperante.

La deidad, hastiada, hizo un gesto y desaparecieron los hombres. Hizo otro y desapareció el universo. Uno más y desapareció el tiempo.
Resignada y sombría, hizo un gesto y desapareció.



Yotuel