
Empieza a cansar esto del blog. Pero bueno, ahí va un cuento:
La más bella e impoluta de las deidades, suspiraba abrumada por la impasible monotonía de su existencia. La eternidad la asfixiaba, la aprisionaba en una penumbra inamovible e infinita.
Entonces, decidió crear el tiempo. Deseaba sentir su eterno y sutil avance, acariciando cada fibra de su ser. Esperaba que disipase la desesperante quietud de su inmortalidad.
Pero el tiempo no es tiempo, sin la existencia de algo que haga notar su paso.
Entonces la diosa de piel nívea creo el universo.
Pero nada alteraba la monotonía.
Planetas, estrellas y galaxias nacían y morían bajo su influjo. Inalterables se sucedían los ciclos del universo: nacimiento, esplendor, agonía y muerte. Nada escapaba a ellos.
Esperanzada, la deidad creo vida, el más maravilloso de sus dones. Y no solo la creó, sino que otorgo a sus creaciones la capacidad de reproducirla. El precio impuesto fue su mortalidad. Animales, árboles y plantas, todos, inevitablemente, sucumbían a los designios de la muerte.
Por un tiempo pudo calmar sus ansias y acallar su espíritu. Al fin sentía el tiempo deslizarse, suave e inexorablemente, arrastrando consigo la efímera mortalidad de sus criaturas.
Sin embargo, sus creaciones, instintivas y primordiales, resultaron angustiosamente predecibles. Pronto, muy pronto, dejaron de deslumbrarla y se volvieron cíclicas y tediosas.
Ella necesitaba un ser único, tan impredecible como imperfecto. Fue así que de barro y arena, moldeo maternalmente al preferido de sus seres, el hombre. Su propio y grotesco reloj de arena, que le haría sentir para siempre el influjo perpetuo de las arenas del tiempo.
Los hombres muy pronto se diferenciaron de las demás criaturas. Concientes de sus propias limitaciones, y de sus virtudes únicas no tardaron en convertirse en los soberanos de su destino. Moldearon su entorno, manipularon a sus hermanos y doblegaron la vida.
La diosa, satisfecha, sonreía al contemplar a sus belicosas creaciones.
Eran su juguete favorito y sus miserias nada significaban para ella. Sus ingenuos afanes de inmortalidad la divertían particularmente.
Eterna y omnipotente, la deidad los observaba.
Pero un día, los humanos sucumbieron a la monotonía. Nacimiento, esplendor, agonía y muerte, los ciclos se repetían de nuevo inexorables. Su tediosa existencia resultaba exasperante.
La deidad, hastiada, hizo un gesto y desaparecieron los hombres. Hizo otro y desapareció el universo. Uno más y desapareció el tiempo.
Resignada y sombría, hizo un gesto y desapareció.
Yotuel
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